"Cuando Israel, el pueblo de Jacob, salió de Egipto, de un pueblo extraño, Judá se convirtió en el santuario de Dios; Israel llegó a ser su dominio. Al ver esto, el mar huyó; el Jordán se volvió atras. Las montañas saltaron como carneros, los cerros saltaron como ovejas." Salmos 114:1-4
Judá fracasó tristemente en retener la precensia de Dios en su medio, e Israel demostró tanto infidelidad como rebelión durante toda la prueba. Pero nada de eso invalidó el hecho de que Israel tenía un rey, y que ese rey era el Todopoderoso. Es extraño que el hombre sólo pueda resistirse a su Creador. Pero bendita sea la verdad, que la presencia divina no depende de nuestra percepción de ella, y que el poder de Dios no está necesariamente limitado por nuestra falta de fé. "El mar huyó y el Jordán se volvió atrás."
Pero si este fue el caso y si Dios obró en forma tan extraordinaria a pesar del pecado y del fracaso del pueblo, ¿cuál hubiera sido la bendición si hubieran ejercitado constantemente su fe? Bienaventurado, sí y dichoso quien rinde todo su ser a su Salvador y su Dios, y permite que more en él y lo gobierne.
Aparte de su Presencia en nosotros y de su Gobierno, cuan impotentes somos y cuán desesperanzados llegamos a estar. Pero cómo cambia todo esto cuando "ya no soy yo, sino Cristo el que viven en mí" (Gal. 2. 2o). Entonces, ya no clamo por ser liberado del cuerpo de muerte, sino que la vida que vivo--aunque todavía en la carne-- la vivo en la Fe (Fidelidad) del Hijo de Dios, quién nos amó y se entregó a si mismo por nosotros.
Ciertamente descubrimos que esta nueva vida no está exenta de conflictos. El mundo todavía sigue siendo mundo; la carne conserva sus debilidades, y el demonio continúa su guerra contra nosotros. Escapamos de Egipto, pero Egipto todavía nos persigue. Pero aunque el mar Rojo sea una barrera insuperable para la mente carnal, sí Cristo habita en nosotros, el Mar vé y huye!, entonces comenzamos a descubrir que no existe ninguna barrera en la presencia de nuestro Rey y Maestro. Las imponentes olas del mar, la creciente del Jordán inundando sus flancos, llevan la presencia de quien, cuando estuvo en la tierra calmó los temores de los pescadores del mar de Galilea ordenando a las olas embrabecidas, "¡Guardad paz!" Las montañas de dificultades saltan del camino como carneros, y las montañas más pequeñas, pero más numerosas, llegan a ser tan inofensivas como ovejas.
Padre del Cielo, este mundo, mi carne y el diablo, nunca abandonan esta batalla en mi contra. Sólo tu presencia en mi vida vence el poder de las tinieblas. Que tu Presencia sea manifiesta en mi vida hoy. Amén.
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